La idea era fantástica. Pedro cerró el libro que estaba leyendo en la cama y lo puso sobre la mesilla de noche. Sólo tenía que pegarle un tiro a la abuela. Heredaría la mansión de la calle Rompeolas y un latifundio en Jaén. Lo único que no le gustaba de la idea de matar a su abuela era tener que organizar un entierro y recibir los pésames de los familiares. Lo mirarían con pena porque sería un adolescente huérfano de padres y abuelos, sin más familia que unas primas ancianas. Pedro bajó al sótano. La pistola estaba colgada de la pared. Se asomó a la ventana y vió a la abuela durmiendo en su mecedora en el jardín. No lo pensó más.
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