Dios murió de pena, nos dicen,
cuando vio al hijo difunto
y a una María desolada y sola
lamentando el drama y esos horrores
que siente una madre cuando ve el cadáver
con la muerte escrita en la piel blanquísima
del hijo que un día tuvo en un pesebre.
Su hijo la deja viuda y sola,
en sus negras ropas que casi no cubren
la pena que sale a chorros en ríos
de lágrimas de sus azules ojos.
No odia al soldado de la lanza.
No odia a los ciudadanos rencorosos.
No odia a amigos que fallaron.
No odia al Dios que estuvo a otra cosa.
Es María la mujer que envejece
cual María Antonieta aún con cabeza
antes de que la guillotina le llegue
para poner el fin a su penosa existencia.
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