Mi naranja era única e infinita.
No quise comerla en tres días.
La miraba. La olía. La quería.
Acariciaba su piel con mis dedos
de niña pobre de Galicia.
Mamá decía por qué no la mordía
y mataba a mordiscos mi capricho.
Si la como, si como esta naranjita,
no tendré su tacto en mis manos
ni oleré su olor a naranjo dulce
en las pequeñas hojitas
que dejaron al descuido
los recolectores agobiados
por las prisas.
Mamá dijo ¡ay, esta niña mía!,
y me abrazó con su infinito
de madre sin marido.
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